Hacer cumbre en el Puerto del Pico es como regresar una y otra vez a un tiempo que se paró en aquellos duros pedriscos. Las aldeas viven sin apego al 5G, con la tranquilidad de saber que todo pasa cuando las de cal siempre son más y más duras. En Gredos aun sigue vigente la calzada romana más de 2000 años después, la cabra montesa es un símbolo y la Laguna Grande, a los pies del Pico Almanzor, reta a los avezados domingueros que han preparado su kit de paseantes en el Decathlon.
Para llegar a El Barco de Ávila hay que olvidar lo que llevas puesto. Observar, vivir, disfrutar. Un paraíso a la orilla del Tormes que cruza un fastuoso Puente Romano. Desde la vega del río, en el horizonte, asoma el castillo, propiedad de la Casa de Alba, en un perfecto estado de conservación.
La idiosincrasia de El Barco de Ávila se construye desde la Historia. Tan lejos pero tan cerca. Quizá su situación estratégica como cruce de caminos entre Salamanca y Cáceres lo convirtió en un punto caliente donde abordaron grumetes que navegaron hacia el Descubrimiento, hizo parada y fonda el emperador Carlos I de España y V de Alemania en su trayecto final hacia el monasterio de Yuste o, más recientemente, fuente de inspiración para Camilo José Cela en sus cuadernos de viajes.
Pero si hay alguien que quedó prendado de El Barco de Ávila, ese fue Ernest Hemingway. «Papá Ernesto», como le llamó años después Antonio Ordóñez, descubrió este magnífico pueblo en uno de los muchos viajes que realizó a España. Entre marzo y mayo de 1931, el premio Nobel vivió una experiencia que jamás olvidó. Así se lo contó a su amigo John Dos Passos en una carta:
«Vivimos los dos aquí la mar de bien con tres dólares al día. Ahora sería el momento de comprar algo si hubiera dinero. ¿Has estado alguna vez en la Sierra de Gredos? Barco de Ávila es un pueblo maravilloso. Mientras estuvimos allí maté un lobo. La garra de un oso está clavada en la puerta de una iglesia, buenas truchas —el río Tormes que fluye hasta Salamanca— cabras salvajes. Se come mejor que en Botín —los mismos platos— habitaciones grandes y limpias —sin chinches— terriblemente inteligentes —toda la gente amable, una vieja bandera de Garibaldi de la primera república en la verbena de San Juan— todo por 8 pesetas al día».
Aún quedaban más de dos décadas para encontrarse con Pamplona, su hiperbólico verano sangriento, su pasión por Ordóñez y Dominguín y su ocaso personal entre alcohol y desencanto. De hecho, en 1953 escribió a Bernard Berenson: «Procedo de Barco de Ávila, Cooke City, Montana, Oak Park, Illinois, Key West, Florida, aquí (Finca Vigía, Cuba) el Véneto, Mantua, Madrid». De entre todos los lugares del mundo, Hemingway eligió primero El Barco de Ávila.
En otra de su prolífica obra epistolar, destacó la «arena arcillosa de la plaza». Sin duda se trataba de la «Dama del Tormes». La plaza de toros de El Barco de Ávila es la joya centenaria de la provincia. Inaugurada en 1889, hoy conserva al ciento por ciento el sabor de antaño. El olvido o la desidia, a veces, tienen golpes geniales. Los sillares de piedra y pizarra, irregulares e incómodos, los desconchones del tendido, las puertas de madera raída.
El reloj se detuvo hace más de 130 años en el patio de caballos (y arrastre) de madera. Allí, un azulejo recuerda el cartel del 2 de septiembre de 1951 que enfrentó a Antonio Bienvenida y a un recién alternativado Antonio Ordóñez, escoltados por la señorita rejoneadora Beatriz Santullano, con toros de Campoamor. Apenas quedaban ocho temporadas para el «verano peligroso». ¿Qué influencia tuvo Hemingway para que Ordóñez arribase aquella tarde a El Barco de Ávila?
La relación del escritor con la familia Ordóñez venía de largo. En 1925 comenzó su amistad con El Niño de la Palma pero no fue hasta 1953, dos años después de la cita abulense y más de dos décadas después de que el autor de El viejo y el mar fijase su estancia allí, cuando Antonio Ordóñez propició una cita en el célebre restaurante Las Pocholas. Allí comenzó una amistad que llegó hasta que «Papá Ernesto» se descerrajó un tiro en la sien en 1962.
Ernest Hemingway y Antonio Ordóñez tienen como nexo de unión su paso por El Barco de Ávila y, atendiendo a los datos, probablemente sea más profundo de lo que nos imaginamos pero nadie, todavía, lo ha escrito con exactitud. Quede constancia en este reportaje.
EN LOS ORÍGENES DEL TOREO
Esta peculiar plaza de toros cuenta con 2.500 localidades. El dato no es baladí porque se construyó cuando el pueblo apenas superaba el millar de habitantes. Contra todo pronóstico, en 2023, la «Dama del Tormes» y la tauromaquia siguen vigentes. Y qué mejor marco para celebrar una novillada sin caballos: en los orígenes del toreo hay que apoyar a los que empiezan en el difícil y cruento camino de ser torero.
El espectáculo no puede ser más costumbrista. Paisanos, peñas, un jinete con sombrero cordobés y gafas polarizadas presto para hacer el desteje simulado. El patio de caballos habla por sí mismo. Caras de inocencia de los novilleros comparada con el tono aceitunado y rasgos de dureza de unos banderilleros veteranos que vagan buscando un boletín que les acerque un poco más a la jubilación.
Una bonita novillada de Alcurrucén, perfecta para los jóvenes novilleros, noble y de buena condición pero a la que faltó un punto para romper en bravo, fueron los mimbres. La personalidad la pusieron cuatro aspirantes tan distintos en sus formas como en su etapa de formación.
El triunfador fue Carlos Tirado, de la ET La Algaba, que llegaba a rebufo de su triunfo en el certamen Objetivo La Merced que se celebró en la plaza de toros de Huelva. Aún muy nuevo, tiene unas formas finas y elegantes que atisban cosas importante.
Una oreja cortaron Álvaro Domínguez «El Cumbreño», ET San Fernando, e Israel Aparicio. El onubense de Cumbres Mayores cobró con el capote, la muleta y la espada, como es propio de un novillero sin caballos. Tiene el oficio aprendido, corre la mano con facilidad y llega al público. Por su parte, el de Arenas de San Juan sorteó el de menos opciones, muy blando de remos, pero supo torear con pulso y temple una endeble embestida.
Abrió el cartel Miguel Bernal, un joven torero de Arenas de San Pedro, que tiene hechuras de torero de la postguerra. Fino y delgado, con cara de hambre. Nada de brillo ni morilla impoluta. Una carrera que empieza desde abajo, sin más facilidad que su tesón. Cuando más entregado estaba, recibió un volteretón. Mis respetos a quien, a pesar de todo, sueña con ser torero.