La tarde languidecía entre la abulia y la desidia. Toro a toro nos despertaba del magnífico sueño sevillano. Aún así, Daniel Luque se fue a los medios en el quinto para brindar al respetable que aguantaba con estoico valor un festejo que caminaba hacia el desolladero. -Crónica Daniel Luque o la corona del príncipe-.
Príncipe-56, hondo, largo, estrecho de sienes, sin ninguna exageración, tuvo en sus embestidas la faena de la vida de un torero. Con emoción, profundidad y hondura. En una palabra, transmisión. Daniel Luque, siempre bien colocado, lo cuajó de principio a fin.
Una faena perfecta. Cumbre, ese adjetivo tan denostado para calificar cualquier cosa. Primero con unos trincherazos de gusto excelso con los que metió al toro en el canasto. Y, rápidamente, a la mano izquierda. El toro rompió como una explosión de bravura. Por abajo, galopando, comiéndose la muleta. Cuando sale un toro bravo hay que tener mucho valor para torearlo como lo hizo Luque.
Ahora más derechito, ofreciendo media muleta y llevando al toro obligado de la Giralda a la Torre del Oro. ¿Y cómo fueron los de pecho? Eso merece un capítulo aparte. Qué largura, qué forma de ligarlo con el natural y terminar en la hombrera contraria. Y mientras, el Príncipe del Parralejo siempre a más. Mucho más.
Ni una luquesina. Cuando el toreo de verdad brota, no hacen falta fuegos de artificio. Una tanda de naturales con la mano derecha, encajado y puro. Y una estocada arriba. El toro se levantó cuando sintió la puntilla y murió como lo hacen los toros bravos.
Que no. Que no hace falta más nada para ser feliz. Un puñado de naturales, un toro embistiendo y un torero inspirado. Dos orejas. Qué más da. Príncipe-56 fue para llevárselo. Y Daniel Luque estuvo para comérselo. Principe coronó a un rey, Daniel I de Gerena, que ha firmado la tarde de su vida.
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Daniel Luque o la corona del príncipe