Yiyo fue un torero necesario en un momento clave de la historia reciente. Su añorado recuerdo continua presente y la pregunta de qué hubiera pasado si Burlero no se hubiera cruzado aquella aciaga tarde en Colmenar Viejo sigue presente entre los aficionados.
¿Quién fue Yiyo en el toreo? Mucho se ha escrito sobre su muerte pero faltaba una obra que realmente profundizara en su trayectoria, lo ubicara en un contexto muy determinado y analizara en detalle su carrera. El periodista Alfonso Santiago lo ha conseguido en una obra que, por fin, da a José Cubero el sitio que merece.
En el viaje que hemos hecho las últimas semanas por los primeros pasos de la Escuela Nacional de Tauromaquia con la película Tú solo y el libro Antesala de la Gloria merece finalizar con Yiyo, su mejor baluarte.Con apenas 17 años, el joven de Canillejas se convirtió en el primer matador de toros que lanzó la Escuela (1981) y la primera figura que asaltó el escalafón, nacido profesionalmente en las humildes enseñanzas de su padre junto a sus hermanos en Burdeos y, después, en la añorada placita del Lago de la Casa de Campo.
La carrera de Yiyo fue fulgurante: recorrió España como novillero sin caballos con los Príncipes del Toreo, la primera terna que lanzó la Escuela junto con Lucio Sandín y Julián Maestro, como novillero con picadores estuvo lo justo, apenas temporada y media, y su carrera como matador tuvo un recorrido de cuatro años (1981-1985). Pero no estamos hoy para biografiar a Yiyo sino para destacar los argumentos que hacen de Por siempre Yiyo (Círculo Rojo, 2021) un libro clave para entender su figura.
A Yiyo nadie le regaló nada. La independencia de Tomás Redondo hizo que el camino tuviese, sobre todo en los comienzos, más espinas que rosas. Cuando no te arropa una casa grande, como pasa ahora, estás obligado a ganar cada contrato en el ruedo. Y a veces ni eso tiene la celeridad y contundencia que merecen los triunfos. Incluso tuvo una crítica voraz en la pluma, por ejemplo, de Alfonso Navalón que terminó rindiéndose a lo inevitable.
“Para muchos Tomás Redondo es un caballo blanco, para otros un ingenuo, y no faltan quienes le acusan de intruso. En el fondo, no creo que sea más que un hombre de buena voluntad que intenta sobresalir en un mundo que no le permitió ser estrella en su juventud (…) Gustará o no, provocará envidias o atraerá a los vivillos en busca de sacar tajada a sus debilidades, pero lo cierto es que se trata de una postura lícita como otra cualquiera”, escribió José Luis Benlloch en Aplausos.
La realidad es que la vida de Tomás Redondo se fue con Yiyo.Yiyo se sobrepuso a todas las adversidades con su concepto de clase y pureza. La reaparición de Antoñete impactó. Atrajo a la plaza incluso a quienes no eran habituales. La generación de los 80 se consolidaba, ya desprendida de las figuras de hierro de los 60 y con un clima que eclosionó en la gran feria de San Isidro de 1985, quizá una de las mejores de los últimos tiempos.
Por siempre Yiyo recorre su carrera con la misma pasión que si estuviese sucediendo hoy. Un joven maestro que llegó a torear el 30 de agosto de 1985 en una plaza de pueblo como siempre soñó. Una cornada fatal, un accidente. Sobre la arena de Colmenar están los recuerdos de la faena a Niñito, a Cigarrón, el histórico San Isidro del 83 con cuatro orejas en tres sustituciones, el toro de Dionosio Rodríguez en el 84…
¿Por dónde hubiera caminado el toreo en 1986? ¿Yiyo hubiera dado el paso de irse con una casa grande, como se rumoreaba? ¿Por fin habrían tenido rédito sus triunfos? ¿Habría conseguido estatus de primera figura? ¿La tendencia de toreros-triunfalistas que se impuso en los 90 hubiera tenido vigencia o se hubiera impuesto la clase y pureza heredadas de Antoñete?
Preguntas sin respuesta que hubieran cambiado el devenir de la historia. Yiyo, por siempre, Yiyo.
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