La tarde caminaba con aparente normalidad. El rito cuando hay toros en Las Ventas siempre ha de ser igual. Si el tiempo lo permite, una vuelta completa alrededor de la plaza y para dentro por la puerta más cercana al patio de cuadrillas. Lo de entrar con apreturas por el patio de arrastre y salir oliendo a matadero, por muy chic que sea, nunca le encontré sentido. Un asco en toda regla. Hoy fue diferente. A la altura del monumento al encierro de Luis Sanguino, frente a la puerta de autoridades, colgaba una cuerda con dos filas de fotos en blanco y negro. Al comienzo una pancarta: «Viva los capas de los años 40, 50 y 60. Lo dimos todo al toreo». -Los capas: el toreo que jamás buscó la gloria-.
Como guardián de esa exposición callejera, un hombre con la piel dorada del color de la aceituna, más propio de faraones, las manos duras y curtidas, de mirada viva y sentimientos a flor de piel por más que pasen mil años. Él es Paco Villalba «El Feo», un personaje olvidado del toreo. «Mira esta foto -me dice nada más verme curiosear una foto que me impactó de un natural cumbre a una vaca vieja a campo abierto-, ¿lo ves? Estoy ayudándome con una rama que había cortado del árbol de ahí atrás». La grandeza de la miseria de un capa auténtico.
Cordobés de Castro del Río, tiene una historia de película. De familia humilde, emigró a Barcelona con apenas 14 años junto a sus hermanos y fue allí, en la tan próspera Cataluña taurina donde aún convivían Las Arenas y la Monumental, donde se arrancó a la locura de querer ser torero. Los años sesenta los pasa de pueblo en pueblo, en las capeas, jugándose los muslos con toros con edad, sin ningún tipo de formación taurina, solo por el gusto de agradar al pueblo y tener la oportunidad de que el alcalde le diese permiso para matar al toro.

«Aquí está Aurelio Calatayud, el mejor capa de todos los tiempos», dice enérgico el bueno de Villalba. Aurelio Calatayud, «El Alcarreño» o «El Calata» como le conocen los amigos, tiene 91 años, se mueve con dificultad pero tiene una raza y una energía fascinantes. El Feo y El Alcarreño coincidieron en los capeos de los pueblos de Guadalajara, germen de afición, por plazas de carros y talanqueras. Villalba no cabe en sí de gozo por encontrarse con su viejo amigo: «Aurelio hizo la mayor hazaña de todos los tiempos. Mató un toro toreado de tres días. Fue figura en las capeas, le contrataban por los pueblos y se ganaba un dinerito».
Las anécdotas pasan de una a otra como si no hubiesen pasado sesenta años. Paco y Aurelio olvidaron por un momento la edad y los avatares del tiempo. Volvían a ser jóvenes, a tener el gusanillo de irse de extranjis a una ganadería, de hacer la luna o cualquier cosa por ponerse delante del toro. Recuerdan a Francisco Campos «El Lobo», el maleta más famoso y temido por los ganaderos: «Chopera le puso a tomar la alternativa en Madrid y le pegó una cornada nada más salir el toro. No estábamos preparados», dice Villalba. «A mi me pusieron en Vistalegre y corté dos orejas, triunfé y cuando me salió el toro bueno, para torearlo bien, no supe. Solo sabíamos ir a la guerra», reconoce Calatayud. «Pero Aurelio, hoy no saben torear de pitón a pitón, todas las faenas son iguales y cuando sale el toro con complicaciones, naufragan».
Aurelio Calatayud era Guardia Civil y con treinta años lo dejó todo para irse a las capeas. «Tenía un buen sueldo pero quería ser torero. No me arrepiento. Cogí el atillo y nos fuimos a los pueblos. Allí había muchos capas pero al que mejor estaba nos dejaban matar el toro». El toro, ahí están en las fotos, berrendos con toda la barba, unas puntas terroríficas, vacas que sabían latín, toros de ida y vuelta, autenticas barbaridades y más de una desgracia: «Ahí está Currillo -señala a una de las fotos que están expuestas-. Lo mató un toro con 20 años en un pueblo. Lo pasamos muy mal».
¿Y el dinero? ¿Cómo se podía vivir siendo un capa? «Aurelio, tú ganaste dinero», dice El Feo. «No me hables de eso», contesta El Alcarreño. «No me digas eso, ¿te acuerdas de el Emiliano?». «No quiero saber nada de él. Nosotros toreábamos y él se los llevaba». «¿Os lo guindaba?», pregunta Villalba. «Todo», responde tajante y queriendo zanjar el tema. La realidad es que los dos tuvieron un hueco en el toreo: Paco Villalba fue novillero puntero en 1971, un año en el que en el escalafón había nombres como Niño de la Capea, Julio Robles, José María Manzanares o José Luis Galloso. Aurelio Calatayud lo intentó por los pueblos de Guadalajara pero se pasó a las filas de plata donde estuvo a las órdenes de Paco Alcalde o Roberto Domínguez hasta su retirada. Se recorrió España y fue el primero en desempolvar la suerte del salto a la garrocha en Madrid. Sintió de cerca las mieles del éxito de sus matadores.

Que tendrá la humildad del toreo que, ya a un paso del otro lado, sus recuerdos se van a esos primeros días en el toreo, en la dureza de las capeas, en el compañerismo, en la pureza del hombre y el toro salvaje, toreado, sin trajes de luces ni artificios, sin técnica ni poesía. Sí, ellos fueron gente en el toro y el toro hoy les ha olvidado. «No sabía torear, solo defenderme -se sincera Aurelio-. Si nos hubieran enseñado con cinco años a torear de salón como hacen los chicos ahora, todo hubiera sido diferente. Esto era más duro».
La exposición la preside una foto de un joven torero sin camiseta toreando a una vaca en la soledad del campo, probablemente sin que el ganadero supiese que estaban pasando por la muleta a toda la camada. Dice el pie de foto: «Año 1956. El Renco toreando en los sercados (sic) en Andalucía. En su pueblo, Palma del Río, le conocen por El Renco. Hoy es Manuel Benítez «El Cordobés», el V Califa de Córdoba». Los capas soñaron un día con pasar de ser El Renco a El Cordobés. Dolor, sufrimiento, calamidad, penurias, hambre y muerte por conseguir un sueño: alcanzar la gloria del toreo y sentir su misterio. No se va de mi cabeza la foto de Currillo que murió en una talanquera de cualquier pueblo sin nombre, en la mesa de un ayuntamiento, sin médico, ni ambulancia, ni nadie que le recuerde. Como Filigranas y El Aceituno en Los Clarines del Miedo, donde el joven encontró la muerte y el viejo la gloria en una secuencia oscura de héroes que pasaban hambre, sentían miedo y morían sin que nadie les rezara.
Me alejo de aquella exposición improvisada y vuelvo a ver la pancarta: «Viva los capas de los años 40, 50 y 60. Lo dimos todo al toreo»… y no les devolvió nada.

Excelente reportaje,
Todas estas anécdotas dicen más que mil palabras así ha Sido siempre ese mundo del toro para aquellos maletillas soñadores de gloria .
La magia está en los pueblos
Yo recuerdo a Aurelio Calatayud a finales de los 50 siendo yo un crio toreando en Muduex (Guadalajara) pueblo de mi abuela.
También los novilleros y novilleros de los 70 se iniciaron en la profesión de esta forma tan dura que relata
» el Feo» . Hasta que no proliferaron las escuelas taurinas, el aprendizaje fue a golpes. Oí relatar a Angela . La torera, cuando autorizaron su participación como torera de a pie, que iba aprendiendo en la plaza, día adía, golpe a golpe.
Excelente reportaje.
Historias maravillosas y duras a la vez, de los maletillas que soñaban con la gloria y que eran parte de ese romanticismo eterno que hay en la TAUROMAQUIA.
Aunque no de esa manera tan dura de antaño,hoy en día seguimos existiendo aficionados prácticos que vamos a las capeas de los pueblos por el simple gusto de torear,sin esperar nada a cambio.Tenemos nuestra profesión y nuestra vida montada,pero el gusto de ponerse delante de un toro no lo supera nada.