Naide daba un peso por que el verde botella y oro saliese ileso. Tanta quietud y ajuste tenía que saltar por los aires en cualquier momento. Cuando Isaac Fonseca se iba a por la espada, miró al tendido de Madrid que estaba en pie y se acordó de aquella mañana de hace trece años. Apenas contaba con once años cuando cogió una pequeña maleta y salió de su humilde casa de Morelia. Más de 9200 kilómetros separaban una vida sin mañana del sueño de la tierra prometida. -El águila de Guayangareo-.
El mexicano se plantó a huevo de rodillas en el centro del ruedo de Las Ventas sin miedo a perder. Dos cambiados por la espalda, sin margen de error. El chaparrito se volvió gigante frente al bravo de Conde de Mayalde. Qué tendrá el traje de luces que les vuelve inmortales. Isaac, wey, con esos cojones parecías Monctezuma. O el mismísimo Dámaso cuando el cuello de la camisa sobresale de la chaquetilla, el corbatín se descoloca y los pitones del toro rozan el fajín.
La montera había caído boca abajo después de brindar al cielo primero y al público después pero decidió cogerla para ponerse a torear. Colocación, precisión y ajuste en cada muletazo. Y profundidad con la muleta por abajo. Una arrucina mirando al tendido para ligarlo con el de pecho fue monumental. El toreo de Fonseca va más allá del valor: personalidad, transmisión, entereza y un sentido de la medida que es de agradecer.
Isaac Fonseca sobrevoló Las Ventas como el águila de Guayangareo. Libre. Y se fue tras la espada para salir por la Puerta Grande pero la vida es así. El destino lo escriben los hombres, sí, siempre y cuando la suerte lo permita. Fonseca dicta su historia cada tarde recordando aquel niño que salió de Morelia y al que prometió no defraudar. Así fue, jamás dio un paso atrás.