Un instante separa al toreo de la vida. El mismo tiempo que pasa de importarnos el torero a rezar por la persona. Segundos, quizá centésimas, que torna la alegría más bella en preocupación. El traje de luces, armazón de catafalco y plata de ley, se vuelve transparente cuando se desnuda la verdad. Emilio, que no, que esta vida no está pa´ los cuerdos. (Percance de Emilio de Justo en Las Ventas).
Emilio de Justo cree profundamente en el rito de la tauromaquia: un hombre frente a su destino. Así, partió plaza, solo, sin pensar en las dos tardes de Sevilla y en las tres de San Isidro en un mes apoteósico. La temporada resuelta; el dinero, también. «Una locura», decían los agoreros que entraban en la web de la taquilla de Las Ventas todos los días para regodearse en su propio odio. ¿Una locura? Bienaventurados los locos porque para ellos será el reino del toreo.
La locura de Emilio está en la mano izquierda donde se echó la muleta para recibir al primero de Pallarés, un precioso cárdeno que cantaba hechuras del Buendía moderno, más hondo que el de antaño que estaba en todas las ferias. La boyantía en la embestida dio emoción a la faena sobre el pitón zurdo. Pura explosividad. La reunión y el acople llegaron, curiosamente, sobre el lado derecho. Dos o tres derechazos de mano muy baja, tremendamente obligados. La plaza crujió. Pero el toro desistió saliéndose de najas. Aún así, debe ser motivo de esperanza para la familia Benítez Cubero – Buendía. Lo necesitamos.
El cierre por cositas por abajo antes de irse a por la de matar provocaron el runrún en el tendido de las grandes faenas. ¿Qué sentiría el cuerpo de Emilio de Justo en ese camino hacia las tablas? No se lo pensó. Tardó en cuadrar al toro, quiso asegurar. Hizo la suerte con máxima pureza. Uno, dos y a por ello. Ahí fue, a la tercera, cuando se tiró a matar o morir sin importar que aún quedaban cinco en los corrales de Florito. El cuerpo quedó acunado entre los pitones. La mano derecha, hundida en el morrillo del toro con la espada hasta la empuñadura. La mano izquierda, haciendo la cruz en la testuz del animal. «Quien no hace la cruz, el diablo se lo lleva», qué coño saben los refranes de un tío entregado.
El cuerpo del torero voló como un estafermo inerte, cayó sobre la cabeza y el toro arremetió contra él, perdiéndose el pitón quién sabe por dónde. Emilio salió corriendo camino del burladero del 7 y aguantó de pie hasta que dobló el de Pallarés. ¡Torero! No pudo más. En lo alto tenía una fractura de la C1 y C2 pero lo que realmente más le dolía era no salir a matar los cinco que le tenían guardada la gloria. Como Duplicado-145, de Victoriano del Río, que tenía un cheque en blanco en cada pitón. Pero esa es otra historia.