Un lunes atípico. Mucha gente se ha tenido que quedar en su casa sin poder ir a trabajar. Esta pandemia va a dejar miles de contagiados, miles de muertos y cientos de miles, sino millones, de perjudicados directa o indirectamente. En un par de semanas esto puede ser una catástrofe sin parangón. Familias a las que liquidarán -los que puedan liquidar- con quince días trabajados este mes y si te he visto no me acuerdo, autónomos con sus empresas cerradas y sin ingresos sin capacidad para pagar a las plantillas, proveedores que no puedan suministrar de producto a sus clientes, clientes que no necesitan del producto que les dan sus proveedores porque ni tienen personal para fabricar ni gente a quien vender. Los stock hasta arriba. Y luego volver a poner en marcha todo prácticamente desde cero. Volver a levantar negocios. Algunos se quedarán por el camino. Esto va a traer consecuencias muy, pero que muy graves. Incalculables. -Lee Oda al teletrabajo y al sofrito-.
Es inevitable pensar en el mundo del toro. Un sector en quiebra técnica, que vive al día de pagarés que empiezan en Fallas y terminan en Zaragoza. Economía circular que lo llaman. Vamos, que el mismo dinero va circulando, solo unos pocos lo ven de verdad y una gran mayoría vive de perseguir una ilusión. La ilusión por la que se aprovechan los más avispados. Siempre hubo piratas y sinvergüenzas, pero con una diferencia: la bohemia en el toro se ha perdido. Ese hombre de quijotesco porte, chaqueta botón de nácar, pañuelo anudado al cuello o en su defecto corbata de nudo pequeño con esos colores camel y granate, pelo para atrás con la duda de si es gomina Brancato (Peina mejor. Rinde más) o si es fijador natural y, sobre todo, una verborrea con la que dejarse engañar era simplemente parte del juego. Sabías que te estaba tomando el pelo, pero con ese arte había que morir. Ya ni eso.
El más perjudicado en esta crisis, sin duda, es el ganadero de bravo. Cinco años esperando para rematar un toro que come todos los días, 1825 días, con todos los cuidados que precisa, y que de repente no pueda llegar a lidiarse porque se le pase la edad, es un auténtico drama. Insostenible. Ojalá la temporada pueda retomarse con la mayor “normalidad” posible a partir de verano y cese esta sangría. Y que no se olvide el ministerio de Cultura que aquí hay un sector gravemente afectado y unos grandes damnificados, los ganaderos.
El lujo de los pequeños placeres
El teletrabajo es un auténtico privilegio con la que está cayendo. Es el momento de preparar la operativa. Tiene su cosa. Dos ordenadores, uno a cada lado de la mesa. Dos sillas, cada uno a cada lado de la mesa, como si estuviésemos discutidos. Y videollamada va, videollamada viene para ponerlo todo en orden. No me quito el conjunto de noche. Qué maravilla. ¿Toca poner la cámara de vídeo para una reunión? Cojo una camisa que tengo preparada y así me adecento un poco. Cuidado. Legaña fuera, importante, ahora las cámaras son de alta definición. Que se termina la reunión, me quito la camisa y sigo en pijama. Gloria bendita.
El teletrabajo tiene otra cosa buena, que comes en casa. No menospreciemos los pequeños placeres. Déjate de los menús aceitosos, del tupper y la vida moderna. Para empezar la semana ya tenía preparada la asignación. El confinamiento va a tener una cosa buena, que va a limpiar los congeladores de media España. Que, oye, yo me confinaba una semana al año. Asomó por el segundo cajón un paquete de ternera en tacos que no sabía ni de su existencia. “No te escapas”, pensé. Qué me gusta un guiso. Tengo la cazuela que pide clemencia. Fondo de aceite de oliva y vamos a dorar los trozos de carne. Dos tandas para que no haya apreturas. Holgura. Cuando estén bien doraditos, se retiran. Vamos con el sofrito. Debería haber más poesía escrita entorno al sofrito, gozo y fondo de un buen guiso. Ay, sofrito. Paciencia y sapiencia para saber combinar las verduras que acompañen al protagonista del guiso. Que embelese pero que no rivalice. El sofrito es el eterno secundario. El actor de reparto. El antagonista. Un bien necesario. Fuego con alegría. Ajo muy picadito. ¡Ojo! Que no se queme. Muévelo. El ajo no chisporrotea con fuego de vitrocerámica. No calienta igual que el gas. Y no digamos que una cocina bilbaína. Ya está preparada la cebolla, cortada muy finita. Remueve bien. Cuando haya sudado un pelín, añadimos zanahoria cortada en rodajas. Dulzor natural. Un par de hojas de laurel. Se le puede añadir un puerro, pero como estamos confinados hay que aprovechar lo que tenemos. Baja el fuego.
Paciencia. Esto no va de terminar pronto, sino de chuparse los dedos al terminar. Cuando esté prácticamente la cebolla consumida y transparente, añadimos un tomate cortadito en dados. ¿Con piel o sin piel? Yo me salto el protocolo, me gusta luego encontrarme con trocitos, así que todo para dentro. Punto de sal. Ya huele. Es buen termómetro el olfato pero hay que probar. Cuando el sofrito se ha convertido prácticamente en un pisto llega el momento del vino blanco. Un vasito generoso para dentro. Yesca al fuego. Una vez que se ha evaporado, añadimos los trozos de carne que teníamos reservados con todo lo que hayan soltado. Sabor. Removemos y cubrimos con agua. Cuando rompa a hervir, cubrimos con la tapa y bajamos el fuego casi al mínimo. Las prisas, ni para los toreros ni para los cocineros.
Y mientras, preparamos la guarnición. Este país le debe mucho a varios productos, pero hay uno sobre el que habría que sentar cátedra: la patata. La patata no ha recibido el reconocimiento que merece para el hambre que ha quitado. Otros alimentos tiene vitola de cante grande. Ahí está el jamón, el tomate o el vino, pero… ¿y la patata? Dio de comer al pobre y al rico. Dice mi abuela: “Quien tenía patatas no pasaba hambre”. Cocidas, asadas, fritas. En una palabra, agradecidas. Como se alargue la cuarentena, tendremos tiempo de hablar largo y tendido de la patata.
Llegan las 20.00h. y comienzan a sonar los aplausos en los balcones. Toda la calle se llena de niños y mayores reconociendo la labor de los sanitarios que están al pie del cañón jugándosela, doblando turnos, dando lo mejor de sí mismos para solventar una crisis que ¿podría haberse evitado? Probablemente no pero el efecto rebote que está teniendo la consecuencia del 8M está siendo terrible. Los políticos siempre piden el esfuerzo a los mismos, al pueblo. Ellos no están por la labor ni de dar ejemplo. Dar ejemplo no es ir a una reunión teniendo que estar en cuarentena.
Ser ejemplar no es saltarse el protocolo y que un político pueda hacerse la prueba del coronavirus cuando hay gente en sus casas con la incertidumbre y sin la posibilidad de hacérselo. ¿Demagogia? Probablemente. Pero la gente está muy cansada. Si el auge de los populismos vino arrastrado por el hartazgo de una clase política inepta y corrupta tras una crisis económica brutal, no quiero imaginarme el caldo de cultivo que se está generando. Nadie es capaz de liderar esta situación. El Gobierno, tarde y desamparando a los que les necesitan. La oposición, en cuarentena. El Jefe del Estado sale a consolar a los españoles una semana tarde y aprovecha un día critico y una hora intempestiva para intentar esconder que su padre es un golfo por mucho 23F (que algún día se sabrá la verdad de aquello). Se caen los referentes. La muerte de Dios. Una sociedad sin guía. Un coche sin nadie al volante es como un niño huérfano, que quiere crecer antes de tiempo, que quiere hacer cosas que no debe, y que tiene en su final el motivo de su triste vida.
Diario de un Confinado I. El coronavirus y la igualdad.
Diario de un Confinado II. Lola, Manolo, Litri y una dorada de bandera.
Diario de un Confinado III. Un cajón desastre.
Diario de un Confinado IV. Oda al teletrabajo y al sofrito.