Domingo, 15 de marzo. La sensación cada día que pasa es que lo que estamos viviendo es algo histórico. Los más viejos hace años aún se acordaban de la gripe de 1918. La gripe española. En un solo año mató en el mundo entre 20 y 40 millones de personas. ¿Qué consecuencias hubiera tenido el coronavirus con los medios de hace 100 años? La historia se repite. El mundo está en constante cambio. Catástrofes, epidemias, guerras, crisis. Ciclos. – Diario de un Confinado-.
Una pandemia es la tormenta perfecta para remover los cimientos de todo tal y como lo conocemos. ¿Quién nos iba a decir que un país entero podría estar confinado en sus casas? Una epidemia nos sonaba a las siete plagas de Egipto, una cosa del Tercer Mundo. Quizá salgamos de esta con un concepto muy distinto de muchos aspectos de la vida. ¿Y si a lo mejor a alguien le interesa remover un poco el mundo?…
Dejemos las teorías de la conspiración a Iker. Con impotencia recuerdo cómo recibían equipos como el Real Madrid al equipo de Wuhan, epicentro del origen del coronavirus, poco menos que tratándolo de broma. Desembarcaron en España un 30 de enero y no iba a pasar nada. Y mes y medio después estamos encerrados. Como ese tal Simón, de voz encrespada pero aflautada y jerseys con bolitas, que decía que en España solo habría casos esporádicos. Ni olvido ni perdón. Son golfos con dinero público.
No hace falta que les diga que el domingo se me hizo cuesta arriba. Al optimismo de copla y “litrazo” del sábado, le siguió un no se qué, que me puso mal cuerpo. Llámalo agobio, incertidumbre, desazón. Llámalo miedo, cojones. Otro día -y solo llevaba tres- postrado en el mismo lugar, mirando la televisión: película mala en La1; documental abominable en La2; coronavirus en Antena3; coronavirus en Cuatro; coronavirus en Telecinco; coronavirus con Ferreras en laSexta. Uy, uy, uy. Apaga. Menos mal. Hay cosas que es mejor evitar para mantener la salud mental. Aún queda mucho por delante.
Esto solo lo puede mejorar la merienda
Pues vamos a merendar. El esfuerzo para levantarse después de varias horas en la misma postura no es cosa baladí. El hueso se acostumbra y el músculo se agarrota. “Al cielo con él”. El armario-despensa está como si fuese a venir una inspección. ¿Y saben que sucede cuando hay que echar mano de algo? Que siempre está al final. Así fue. El paquete de macarrones, detrás las latas de atún, un bote de tomate, mejillones, un calcetín, ¿un calcetín?, bote de judías verdes, otro de espinacas y ahí, justo detrás se abrió el cielo como una iluminación: el bendito paquete de palomitas.
Microondas. Dos minutos y medio. A mí, en realidad, me gusta más coger esos paquetitos con maíz en grano, poner un perolo, un chorrito de aceite -si tienen el día goloso un cuadradillo de mantequilla-, el fuego con alegría y que empiecen a peer. No olviden la tapa porque sino la señora les echa de casa y pasan el confinamiento en un cajero de laCaixa. También calculen bien la cantidad porque ya ha pasado a quien pensando que abultaba poco, echó medio paquete y le tuvieron que encontrar debajo del montón de palomitas. Y me gusta porque me recuerda a mi abuelo cuando íbamos a verle los viernes. Siempre tenía preparadas unas panochas de maíz que él mismo había recogido del huerto de La Aliseda. Primero había que desgranarlas una a una. Recuerdo como si fuese ahora cómo las manos se ponían rojas. También recuerdo sus manos. Grandes, fuertes, ásperas del campo. El azadón como medio de subsistencia. Eso sí que era duro y no estar encerrados en casa. Después a la sartén. El fuego de gas. La tapa de la sartén, con un alambre de fabricación casera para no quemarse. Y cuando estaban todas, a una bandeja rectangular con su generosa ración de sal. Ah, y mientras se hacían, en el fuego de al lado no estaban de más unos calvotes. Oh, qué felicidad. Y que salga el sol por Antequera.
El confinamiento también tiene cosas buenas, que puedes pensar, replantearte muchas cosas y recordar momentos felices. “Clin”. Avisa el microondas. Ya está la bolsa de palomitas. Voy a echar mano del cajón para coger un cuchillo y de repente se rompe el carril. Joder. No hemos tenido una avería en tres años y al tercer día de confinamiento se descojona el cajón de los cubiertos. Pero bien descojonado. Aquello no hay por dónde cogerlo. Y podría dedicar las horas a repararlo pero Dios no me llamó por el camino de la bricomanía. Más bien torpecito. Vamos, lo que se dice un zopenco.
En fin, lo mejor es que comience la semana que va a ser rumbosa.
Diario de un Confinado I. El coronavirus y la igualdad.
Diario de un Confinado II. Lola, Manolo, Litri y una dorada de bandera.